En los
viajes usualmente suelo fijar mi atención en cualquier otro elemento menos en
los árboles. Quizás como nunca fui un gran amante de la naturaleza (no es que
no me agrade, sino que siempre me siento motivado más por los aspectos
culturales y humanos de una ciudad que por las bondades de su geografía) se
explique esa tendencia, pero en Mendoza hubo algo que me hizo no sólo detenerme
en ellos sino, además, apreciarlos hasta el cansancio.
Luego de
haberlos fotografiado y de analizar las formas, colores y texturas me dí cuenta de que, detrás cada uno de ellos, había una historia y un aura muy especial que valían la pena ser
mostradas y compartidas con ustedes. Realmente
la paleta de colores que ofrece la ciudad es increíble y muchos de los cielos
(que varían de color a lo largo del día y según el lugar donde se encuentre
uno) le otorgan a los espacios naturales - y en especial a los árboles- el carácter de
verdaderas pinturas, dignas de ocupar un sitio de privilegio en cualquier museo
del mundo.
Vean si
me equivoco…
El Parque San Martín es una de las reservas forestales más grandes de la ciudad de Mendoza. Allí se pueden apreciar las más variadas especies, todas ellos dentro de un agradable e inspirador espacio. Árboles plateados de finas y largas ramas exhiben sus formas en uno de los cielos más azules que haya visto jamás. Pienso que si Tim Burton los viera no dudaría en usarlos para algunas de sus historias melancólicas cargadas de atmósferas góticas.
El color oro de estas hojas en todo su esplendor contrastan con el raro celeste verdoso que regala el sol del mediodía.
Plateados, tenues violetas y un claro color coral engalanan esta escena de domingo en la que un padre pasea junto a su hijo por la bella geografía del Parque mendocino. A lo largo de una de las avenidas más importantes del predio se encuentran estos árboles de formas encorvadas y colores pocas veces vistos en otras latitudes del país.
Una tarde, mientras estaba en el hotel tomando mate luego de una larga jornada por el circuito de alta montaña, levanté la vista y la ventana me regaló esta imagen. Automáticamente tomé la cámara y salí al patio. Hice zoom hasta el máximo de lo que alcanza mi lente y enfoqué hacia el infinito. Tantas tonalidades de rojos y las formas de los árboles recortándose a contraluz no podían ser ciertas pensé, pero sí, la imagen que me devolvía la pequeña pantalla del aparato era el fiel reflejo de la realidad.
La pena es que duró poco, casi menos de un minuto. El registro de ese corto atardecer quedó registrado en tres fotogramas. Tres fotogramas que representan a la perfección el irreductible paso del tiempo y lo efímera que puede ser la vida, aunque no por eso menos maravillosa.
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